La España políticamente vaciada
Pedro Sánchez y el país libran una batalla contrarreloj. Cuanto más resista el primero, más debilitado quedará el segundo.
Entre tantas instantáneas de actualidad, quizás la foto donde Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, se sienta en La Moncloa frente al lehendakari Imanol Pradales haya pasado desapercibida pese a su innegable simbolismo. En segundo plano, como si de una cumbre internacional se tratase, ondean o flaquean las banderas de España y el País Vasco, la primera estrenada durante el reinado de Carlos III (1785); la segunda urdida por los hermanos Arana en 1894. Si los objetos hablasen, ambas enseñas transmitirían en esa escena una inquietante languidez, aunque lo más probable es que la rojigualda esté deprimida y la calculada variación de la Union Jack sedienta.
Desde hace algún tiempo existen en el Estado autonómico y para ciertas regiones las llamadas comisiones bilaterales. Incapaz de fortalecer la presencia del cuerpo español en el ajedrez internacional, el político doméstico, impelido por una Constitución disfuncional, se empeña en desmontar también las fortalezas internas que garantizan el bien común. Si el País Vasco vuela libre y aspira a rebañar las migas del plato competencial con la gestión de la Seguridad Social, Cataluña, más frustrada y fragmentada, lucha por parecerse al primo abertzale ofuscándose en un imposible matemático alentado desde el socialismo: lograr una Hacienda propia sin que el bastidor colectivo se resienta.
De Sánchez se ha escrito con más furor que de ningún otro presidente, tal vez con la excepción de José María Aznar (frágil es la memoria, aunque la foto de las Azores permanezca). Al hombre hay que concederle una virtud, sin embargo. Tan comprometido está con su causa, tanto desea el cargo que ocupa, que es capaz de idear cualquier tipo de maniobra distractiva, ilusoria o mendaz para ganar tiempo y arañar, como el nacionalismo, más migas del perol. Con los vascos juega a lo mismo que con los catalanes: prometer, promete, aunque luego la bola se introduzca en su indescifrable alambique mental.
Dicha estrategia implica cesiones incluso para un funambulista como el presidente. Por más que menee el anzuelo, Sánchez termina cediendo. Ese debilitamiento paulatino del Estado, ejecutado tanto en nombre de la aritmética parlamentaria (el PSOE habla de Gobierno progresista) como del Estado confederal, daña aún más el principio de igualdad recogido en la maltrecha Carta Magna, convirtiendo de hecho a las regiones singulares en espacios consagrados al proteccionismo, tal y como demuestra el acceso a la función pública, condicionado al dominio de una de las lenguas cooficiales, o la obtención de privilegios como la quita de la deuda o la ley de amnistía.
Una síntesis realista del programa de Sánchez puede armarse recurriendo a una única palabra: vaciamiento. Vaciar la división de poderes, vaciar el bolsillo del contribuyente, vaciar el mandato de la libre competencia, vaciar la meritocracia, vaciar la eficiencia de ciertos servicios públicos (Renfe, Correos, Aena, Adif), vaciar el significado electoral de unas primarias, vaciar el sentido de otro vocablo, confianza, que parece en su caso adherido al efecto colateral de la corrupción.
Fiel a su código surrealista, David Lynch afirmaba que lo importante es fijarse en el dónut, no en el agujero. El presidente opta por hacer lo contrario y el agujero es cada vez más grande. Podría pensarse que tarde o temprano la expansión del vacío se topará con el cortafuegos de la ética, pero la praxis demuestra que semejante pensamiento es una quimera. Sánchez, como todos los personajes que John Cheever describe en Falconer, su novela presidiaria, es inocente y siempre lo será. De modo que sólo cabe un desenlace: dejar que el tiempo actúe y observar cómo se desarrolla la contrarreloj que libran un hombre y un país con intereses antagónicos.